Las vinculaciones entre Asturias y Madrid son muchas y muy antiguas; pero a mí personalmente siempre me interesó en especial la que hacía de mis paisanos los más frecuentes aguadores en la Villa y Corte, un oficio que me parecía simbólico y hermoso: facilitar, con la carga a la espalda, el agua de bebida a los ciudadanos en unos tiempos en que no llegaba a las casas. No cabe duda de que entonces el agua tendría valor gastronómico.
Y llegaron más tarde los asturianos emigrados que abrían en Madrid negocio de hostelería, por lo general bar o mesón, aunque también hostal. Para muchos de los de casa esos negocios se erigieron en puntos de referencia obligada y beneficiosa cuando viajaban a la capital de las Españas, pequeñas embajadas de barrio que facilitaban las cosas en la jungla que era la gran ciudad para el modesto paisano o paisana que se desplazaba más por obligación que por devoción.
En nuestros días las cosas han cambiado bastante, pero me atrevo a decir que esa tradición sigue manteniéndose muy viva. Yo mismo dirigí un restaurante asturiano en la capital en los años ochenta y no dejaba de asombrarme el hecho de que nuestra principal clientela fuera precisamente la asturiana; pero así era y sigue siendo en muchos otros casos por una suerte de atracción que no diré fatal sino bendita.