Esteban Sánchez-Ocaña

Esteban Sánchez-Ocaña

Hace ya bastantes años que llevo la mayor parte de mi vida viviéndola en Madrid. Y nunca me he sentido en el exilio, gracias a que esta ciudad te asimila a las pocas horas de poner el pie en Chamartín, donde, por si llegas con algo de ansiedad patria, te puedes tomar el primer café en un establecimiento llamado Navelgas, que es una forma de darse cuenta desde el principio de que podemos casi seguir estando en casa.

En Madrid he comido desarmes y fabadas; parrochas y oricios; cabrales y afuega´lpitu; bollos preñaos y chorizos a la sidra. Pinchos de todo tipo y culinos de sidra asgaya. Pero nunca ha sido un ejercicio de nostalgia, de echar de menos, sino, bien al contrario, de embajada, de conquista, de exposición cultural…

A muchos de los sitios en los que he comido estas cosas me han llevado gentes de aquí o de Asturias y siempre hemos salido contentos y bien comidos. El orden es fundamental: lo primero, contentos; en lo de bien comer el esfuerzo es tradición. Y siempre, en todos los casos, las conversaciones han versado sobre Asturias, que seguimos desarrollando desde lejos, como podemos, y a la que hace mucho que nos basta con ir de vez en cuando, porque ya la vivimos desde aquí con parecida intensidad personal.

Como muy bien decía el prólogo de la primera edición de esta guía tan curiosa, el comer entre asturianos está por encima del hecho gastronómico (que también cuenta) y se acerca más a un cónclave de amigos, a una tertulia habladora y riente que, además, se nutre de forma sustanciosa. Es un ambiente, un saber vivir que se contagia con el rumor y olor de la sidra y de les fabes y no se te va con nada, ya vivas en Madrid o en Nueva York. Pero que aquí, en este Madrid que es capital de Asturias también, se reproduce en decenas de locales de todo tipo, en los que la raíz, ese olor, ese rumor y ese saber vivir, se reproducen con la fidelidad contagiosa que los de fuera descubren en Asturias. A veces allí, a veces aquí…

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